El durazno que quería ser astronauta.

En un pueblo cuyo nombre no recuerdo, en una época en la que las esposas esperaban a sus maridos con la cena servida y los niños pasaban sus tardes andando en bicicleta, una historia transcurría sin que a nadie le importase demasiado…

Ya desde pequeño, Popote había demostrado ser un durazno inquieto. Desde que se encontraba en el árbol de duraznos, se había rehusado a hacer lo mismo que los demás. Jugaba con el viento y daba volteretas, hasta que finalmente, cayó, y como buen curioso que era, decidió recorrer el mundo. Así, Popote rodó sin rumbo: visitó ciudades y conoció princesas. Algunos dicen que se salvó de ser comido por un dragón; otros, dicen que sólo era un ave con gran apetito.

Viajó y viajó, siendo feliz en su soledad, pero había algo que nunca había hecho, y que día a día, crecían sus ganas de hacerlo. Fue así que nuestro querido durazno Popote, decidió ir a la luna. Nadie creía que fuera a lograrlo… ¡qué ridículo! ¡Un durazno en la luna! Pero Popote no era una fruta cualquiera. Con mucho esfuerzo, se construyó un traje con una lata de atún y una bolsa, de esas que usan las abuelas para ir al mercado. El cohete, era una taza a batería, que tenía un rico aroma a chocolate en su interior.

El día de su partida, una multitud fue a despedirlo: manzanas y naranjas coreaban su nombre, peras y frutillas por doquier, e incluso, un verdulero amigo. Popote despegó y dejó por fin su tierra querida, para explorar aquel mundo incierto. ¿Sería acaso de queso? ¿Estaría habitada por extraños seres? Nada de eso importaba ya, el pequeño durazno estaba cumpliendo su sueño.

Dicen que cuando hay luna llena y se mira por la ventana, se puede ver a una fruta pequeña y peludita en un traje de lata. Sin embargo, sólo los niños pueden verlo, ya que los adultos suelen creer que sólo una mancha, porque… ¿cómo puede estar un durazno en la luna? Pero quienes lo han visto, repiten una misma cosa. Popote, a lo lejos, sonríe, feliz de ser el primer durazno en la luna.

Fin.